domingo, 18 de marzo de 2018

Lo que costó que me llamaran Micaela

Lo que costó que me llamaran Micaela
Beatriz Actis


  Me acuerdo bien de la mañana en que el campito empezó a desaparecer.  Cómo no acordarme. Nos levantamos y vimos a unos hombres sacando malezas y a otro con una máquina que de a ratos parecía que removía la tierra y de a ratos la aplastaba, y siempre hacía un ruido infernal. Es una motoniveladora, dijo Javier. Javier es mi hermano. El campito era nuestra cancha de fútbol. Yo a veces le decía “el campito” y mi hermano y sus amigos siempre le decían “la canchita”.
  A mí me gustaba el fútbol, pero no solo mirar. Los chicos a veces me dejaban jugar con ellos, a veces no me dejaban. Cuando finalmente jugaba, ¡se pegaban un susto! Yo era buena en la gambeta. Pero una vez le hice un caño al Chelo y él se enojó porque los otros chicos lo cargaban y ahí no me invitaron a jugar durante no sé cuántos partidos. Después se les pasó.
   Cuando me daban un buen pase, metía goles (lo que pasaba es que a veces no me daban los pases). “Javiera” me decían, para hacerme rabiar, como si solamente fuera la hermana de Javier y ni nombre propio tuviera. “Micaela”, les decía yo. “Me llamo Mi-ca-e-la”, y se los separaba bien y lo decía en voz alta pero despacio para que entiendan. Una sola vez el Chelo y Fabián y hasta mi hermano gritaron gol y me abrazaron y no se pusieron celosos; fue cuando la metí en el ángulo en un partido contra los del otro lado de la vía. Ganamos gracias a ese gol.
    Después tuvimos que buscarnos otro campito,  más lejos,  demasiado  cerca  del  río; las
zonas bajas no eran buenas porque el río crecía o había mucha lluvia que no desagotaba y se inundaban. Igual, ahí hicimos la nueva canchita porque otro lugar despejado y sin dueño que reclamara o vecinos que se quejaran, no había. Pero el otro, ese sí parecía una cancha de verdad. 

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