CICATRIZ (Beatriz Actis)
“Aquella furia de ayer detrás
del mundo”.
Enrique Molina
Siempre había sido hermoso,
incluso en la niñez, aunque en esa época yo apenas podía sospecharlo. En la
época en que lo reencontré, ya en la ciudad, olvidado el pasado del pueblo de
una buena vez (aquellos episodios a veces claros, a veces oscuros de la
infancia), era ante mí y los demás un joven hermoso; ahora -lo había imaginado
algunas veces- se habría convertido en un hombre armónico en su madurez. Yo
había escrito poemas sobre sus pómulos y el color extraño de sus ojos cuando en
esos días buscaba su aliento y sentía que aquello duraría para siempre.
Recuerdo haberle escrito una carta, previa a nuestra despedida, que decía: “No
puedo más sin tenerte a mi lado”. Eran nuestros primeros tiempos de
estudiantes, estábamos solos y quizás perdidos, la dictadura había convertido a
la ciudad en una maqueta sin vida, en un lugar de ocultamientos y de terrores;
a pesar de que en el pueblo no nos habíamos acercado desde la niñez, aquí nos
habíamos reencontrado y habíamos vivido aquel amor juvenil, efímero. Recuerdo
además que recorríamos juntos las calles por las noches, adentrándonos en
barrios desconocidos para explorar la ciudad que deberíamos habitar de ahora en
más (pienso mientras camino, y canto y pienso,
mientras camino, en aquellas horas muertas de tránsito lento sin llegada final,
sin un destino fijo, en esas horas muertas en que ya nadie enciende las
lámparas). Pasaron los años, el tiempo mitigó, como siempre, la pasión
-todo retorna y todo se va desvaneciendo, lentamente, como islas a la deriva-,
no volví a verlo hasta esta noche. Casi nunca lo había recordado durante
nuestra larga separación, a pesar de que a veces, muy de vez en cuando, se me
ocurría pensar que su rostro había poseído en la juventud la inocencia de un
ángel de un pintor del Renacimiento y al mismo tiempo, de modo inexplicable, la
impureza de un fauno o de un diablo chabacano de carnaval, aunque, a la luz de
los acontecimientos, los extremos de la comparación me parecen, hoy más que
nunca, desproporcionados, viciados de exageración.
Volver a verlo hoy fue una casualidad. Ni
siquiera sabía por amigos comunes (pensándolo bien, ya no teníamos amigos
comunes, ya no tenía yo siquiera amigos en Santa Fe) o por cuestiones
fortuitas, como sucede tantas veces cuando los amantes se abandonan, qué es lo
que había sido de su vida a lo largo de estos años. En verano recorro por las
noches las calles en mi antigua bicicleta, quizás para mitigar el ruido del
insomnio; casi no camino ni deambulo, como en aquellas noches de la juventud, y
andar en bicicleta es mi único vínculo con una imagen adolescente de mí misma.
A veces también paseo en las tardes invernales: la vida pesa menos cuando uno
se pierde en la ciudad difusa, como cubierta por el humo.
Me conmueve reencontrarlo, quizás más que si
hubiese sido cualquier otro de los amores fugaces juveniles, quizás por
nuestras comunes aventuras o desventuras de la infancia, por el pasado. En esa
tarde de otoño (hay un libro de poemas, estoy segura, que se llama: Otoño
imperdonable) yo recorría el Parque del Sur, una murga cruzaba la calle rumbo
al anfiteatro, era extraño aquel clima de impostado carnaval sin el calor
agobiante de febrero, sin los atributos de una noche de verano, solos los
redoblantes y los disfraces en el final del otoño (¿pero adónde
estaba mi risa, mi estallido?: como en los pueblos de la pampa, como en los
pobres corsos de la costa sobre el Paraná: aquí el carnaval es triste); seguí a la murga en la bicicleta, como un chico
fascinado, entusiasta persigue al circo que recién llega a su pueblo. En medio
de la caravana se me acercó otro ciclista extraviado que venía del oeste,
seguramente de los barrios más pobres, su bicicleta estaba despintada, oxidada,
él mostraba la ropa raída; la magia funambulesca de la bruma de carnaval se
desvaneció de golpe, se volvió realidad cuando el ciclista preguntó: “Señora,
¿hoy es viernes o es sábado?”. Dudé un segundo en contestarle: “Es sábado”.
Ahora, la murga se va, también el ciclista
(desorientado); bordeo el parque y empiezo el último tramo de mi recorrido por
las callecitas del sur que llevan hacia mi casa. Oscurece temprano, los
primeros fríos alejan a la gente de las calles, azota el viento que llega del
puerto, estoy a tres, a cuatro cuadras de mi casa cuando escucho que alguien
que pasa caminando por la vereda del oeste me llama por mi nombre. Es Gabriel;
se acerca, hablamos. Lo primero que se me ocurre es preguntarle por su hermana.
”Ana Clara –la nombra del mismo modo que lo hacía su abuela, ya me había
olvidado de aquel nombre completo, el nombre me sonó anticuado, romántico, como
referido a otra persona- está viviendo en Buenos Aires, tiene tres chicos, es
profesora de inglés”. Abandona el tema (vuelvo a detenerme, entonces, ante el
antiguo nombre de aquella amiga, de aquella enemiga de infancia, en la
revelación de que ya no tengo amigos en este lugar de paso en que se ha
convertido la ciudad) y cuenta generalidades sobre su propia vida en estos
años: estuvo él también radicado un tiempo en Buenos Aires, ha vuelto a vivir
en el pueblo, sólo está de paso ahora en Santa Fe para ver a unos antiguos
compañeros de facultad, no, sin embargo no había terminado su carrera –yo no lo
recordaba-, sólo había alcanzado un título técnico intermedio, no se me ocurre
qué estará haciendo a esas horas en mi barrio, ¿alguno de aquellos ex
compañeros vivirá por el Sur? A la vez, relato ante su moderado asombro algunos
de los hechos que han acontecido en mi vida.
“Una vez tuve uno de tus libros en mis manos”
(pienso a qué libro se podrá referir; poco le habrán interesado aquellos
avatares de los artículos académicos en publicaciones que nadie lee fuera de
los círculos estrechos de las universidades: papers sobre Fray Bartolomé de las Casas o Bernal Díaz del Castillo
o el cura Florian Paucke, aquí en la costa; alguna vez debería escribir de
verdad, concluir una novela); dice lo de mi
libro en sus manos con una sonrisa triste que no es circunstancial -lo
recuerdo ahora-, ya que le ha sido propia desde la juventud. Miro su rostro. Es
el rostro de un hombre maduro, su antigua hermosura es lánguida. Me detengo con
disimulo casual en la boca, la piel, los ojos claros. Una cicatriz le cruza la
sien.
Esbozo algunas otras vaguedades sobre mi
vida, menciono la edad de mi hijo, el tiempo que hace desde que nos hemos
separado con Lucio (mi pasajero amor con Gabriel fue antes de encontrar a Lucio
en Santa Fe, sin embargo ellos se conocían, habían sido compañeros en
Ingeniería), el hecho de que no estoy demasiado tiempo en Santa Fe por la
frecuencia de los viajes laborales; él elude con calma darme más precisiones
sobre su vida. Pienso: "Alguien lo ha herido. Esa cicatriz es la marca de
un arma blanca, de una botella en medio de una pelea. O de una venganza, o de
un ajuste de cuentas".
Recuerdo que sus años juveniles habían sido
desprolijos, incluso turbulentos. Se enciende en mi cabeza el verso de
Baudelaire: Mi juventud fue como un huracán. Sin embargo a la herida la
había recibido en los que yo había supuesto serían sus años de madurez y de
reposo (¿Nunca se habría aventurado Gabriel, como en sus sueños de infancia, a
una vida en el mar? Su mar, sus aventuras habían resultado ser tal vez sórdidas
disputas urbanas –pienso otra vez en sus conductas de juventud-, en ámbitos
ilícitos). La vida no había sido para él, es evidente, un largo río sin
escollos.
Nos despedimos. No me marcho
con la dignidad de las películas sino con la ridiculez flagrante de la vida: en
bicicleta, con ropa abultada, por una avenida desierta. ¿Cómo lo recordaré de
aquí en más, durante los años próximos: como aquel dolor de infancia, como
aquella piel límpida de la juventud o como esta cicatriz que le parte la cara
en mitades oscuras? Las cosas no son como las vemos –a esto lo he pensado más
de una vez o quizás lo he leído o escuchado-, sino como las recordamos.
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