sábado, 10 de enero de 2015

Más allá del mundo



Más allá del mundo hay dragones



Beatriz Actis


I



Como una ráfaga,

el azote de memoria


dispensa


gestos


para un rostro


de tristeza destemplada


y de curiosidad incierta.


Quemar las naves,


hundirse con el barco.

Todo tendría

lugar


entonces.

Más allá del mundo


hay dragones.



II


Entre el sueño y la mañana


el viento avanza.


En las afueras


del aeropuerto de Bogotá,


tras ventanales


huele

a naranjas verdes


y a una luna


que asoma en las tinajas.



- dos -


Me pica la mano


- anuncia dinero -


mientras un hombre entrega a otro

con naturalidad

un fajo abultado de billetes


delante de mí, de todos


-  como si nada -


Uno de ellos se lo guarda en el bolsillo


en el medio de un pequeño recinto rutinario


con cabinas de teléfonos públicos


cuando yo estoy esperando mi vuelo


en el puente aéreo

y hablan de modo simpático

entre sí,


mientras tanto,


de cualquier tema y no del por qué




de la entrega del dinero:


que qué has hecho el último domingo


qué cómo has pasado las fiestas,


que cómo te han dicho que está todo


en la ciudad de Cartagena.


Una niñita con moños


de colores


en el pelo


grita en su silla

mientras la madre ocupa


una cabina


y espía con miedo


a los dos hombres del intercambio


sospechoso de dinero,


en tanto los dos hombres se saludan


hasta el próximo domingo

como si nada,


uno de ellos se lleva el fajo abultado


en el bolsillo interior de su traje liviano.


“Para que la gente mantenga


viva la esperanza”,


dice un muchacho y ríe


no sé de qué venía hablando, pero ríe,


tira un papel en el cenicero de pie


en el hall del aeropuerto


y se va hacia el aparcadero de taxis.


Las voces en el noticiero de la televisión en tanto


hablan únicamente de masacres y de sicarios


y todo resulta o se vuelve familiar


y simple al lado de la idea


reiterada de la muerte.


Las caras de la espera en el aeropuerto


-         que podrían ser en absoluto


las de cualquier otro lugar de América -


son caras de tránsito y cansancio repetido.


No hay juego


no hay sueño ni alegría

en el medio de la sala de espera.


Un carro con bebidas.


“Aguardiente antioqueña”,


pide un viajero


y en la televisión

anuncian monótonamente


la masacre de indios en Antioquia.


Pienso en aquella famosa división


entre turistas y viajeros.


Oscurece temprano en Bogotá

- voy rumbo a Cartagena -


oscurece en forma leve.

Quiero dormir y partir.


Partir ya, y nada más,


mientras los espejos


devuelven


alguna fatigada


versión

de mí.




III



En Cartagena no hay relojes


-         dicen dos mujeres chilenas -


y todas las copas de todos los árboles


no aplacan la tenacidad del sol.


Más despiadada que la búsqueda


del silencio


es la búsqueda


de la sombra.


Quiero que dure,


sin embargo,

porque este aire


me llena de asombro


como una noche


de luto


o como un día


de fiesta.



IV


Temo morir de cólera


en este país

extranjero


lejano


como morían de malaria

aquellas lánguidas mujeres


inglesas


en las colonias africanas.

Pasa el camión nocturno

de la basura

y mezcla frituras con frutas salvajes

de nombres sonoros,

olores amenazantes como selvas.

Una perra marrón
hace piruetas tristes junto a su dueño,

vestida con una capita roja y raída.


Me dan ganas de llorar.

Mendigos piden monedas

y casi mendigos venden de todo:

collares  cigarros

pañuelos  tarjetas

adornos pulseras

flores  frutos tropicales

sombreros pájaros míticos

serpientes.

Miro la noche


y en ninguna parte hay luna.

Guitarras suenan

y trompetas y tambores,

música de vallenato.
  Parca, leve,

  la luz de las velas.


  La luna en Cartagena


  (suenan trombones)

  teme la noche.


Todos niegan la peste ante los turistas,


todos, como en Muerte en Venecia,


pero en un delirio de ron y de calor.


Pocos hablan ante nosotros


o se habla de espaldas


de la guerrilla eterna de cuarenta años


y los paramilitares y las ciudades clandestinas


arrasadas en la miseria de las selvas.

  La Plaza de Santo Domingo,


  iluminada por fuegos que giran y trepan

 desde las manos de los malabaristas


  hasta la sinceridad de la noche.


  Paraíso de mutantes,

  bellezas, miedos.

  Cartagena.


- dos -

Sufre la luz


Sobre cabezas miserables.


El ciego baila.


Es un desdichado.



V


Aquí,


mi sombra,

en el medio de los llanos


de luces

figuradas,

en la precariedad del paisaje

de bordes


turbios.


Hay


naves

- lo sé -

que

nunca

regresan.

En mis islas
no hubo destierro.

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