sábado, 4 de mayo de 2013

De las siestas de otoño

Juan José Saer
El sol de los días de abril no declina, adelgaza. Salimos a caminar
después de comer,
tranquilos, evitando la sombra fría y parándonos a cada rato
para mirar una fronda amarilla,
el ornamento de una fachada. Discutimos de sexo y de política.
Para mí, son siestas de
estatuas y de sol fino; después de muchas cuadras, las sienes
empiezan a picar.
Pasamos por la plaza de las palomas, vamos a la costanera,
nos inclinamos
sobre la baranda y miramos el río. Calculo que es a esa hora
que se achatan
y despliegan las ciudades. Me ha parecido, algunas veces,
saberlo todo sobre
 las estatuas, sobre el orín que las desfigura y las mancha,
sobre las casas viejas
que atestiguan vidas más perfectas.
Más refinada, la luz solar -a una hora precisa-,
polvorienta, es suave y omnipresente.
Nos sentamos en un banco de madera, sobre caminitos
de ladrillo molido,
para que se nos caliente la cabeza.
De golpe nos quedamos sin hablar.
Lo que llamamos el murmullo,
el rumor de los años vividos, el ruido
 de lo que recordamos, va pasando, poco a poco,
hasta que enmudece por completo.
Entonces se empiezan a escuchar
los sonidos de afuera: un auto,
lejos, el grito de dos chicos que se llaman uno al otro
 más allá del parque y de la gran rotonda
de la costanera,
o bien los chasquidos de los zapatos femeninos
 que se arrastran sobre el ladrillo pulverizado.
No conozco nada más vívido.
En el corazón -¿puedo llamarlo así?-
resuena el eco vacío de esos susurros.
Me he sorprendido, en esos momentos,
preguntándome con un pavor súbito:
"¿Quién soy yo y qué hago aquí?".
Como después cuando caminamos de nuevo
y entramos en el primer
bar la sensación desaparece,
he elaborado la teoría de que el sol
de abril que fluye en declive lento sobre las ciudades
no es saludable y de que sus efectos son parecidos
a los de la marihuana, pero más difusos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario