miércoles, 29 de agosto de 2012

TALLERES 2012





2012: TEXTOS EN TALLER


Las uvas del río
(María Teresa Perotti)

Cuando se abre la puerta
cae el telón y emerge
el río de uvas otoñales

Cuando cae el telón
y se ve entornada la puerta de la poesía
se abren las uvas del río

Cuando emerge el otoño en el río
sobre el telón de las islas
se abren las uvas de la poesía.

Textos en Taller - 2012

LITERATURA PARA NIÑOS

Era una casa... (Patricia Galli)

Era una casa vieja, vieja, vieja,
con ladrillos viejos, viejos, viejos...

En ella vivía una señora vieja,
que usaba vestidos de telas muy viejas.

El techo tenía agujeros viejos,
y cuando llovía entraban gotitas
de agua de lluvia, que caían todas
en fuentones viejos.

Si llovía mucho, caían a destiempo
en fuentones grandes, en otros pequeños...
Se las escuchaba, por ratitos cortos
o por largo tiempo...

El patio tenía un aljibe viejo,
profundo y oscuro con un balde viejo.

El balde colgaba de una soga vieja,
con ella llegaba a tocar el agua,
¡el ruido que hacía cuando lo escuchaba!,
yo me imaginaba y me preguntaba:

Abajo... en el fondo...
¿Quién será que habla?    

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Un dragón de bolsillo (Lis Gariglio)


   Quino es un niño esquimal. Vive en un lugar muy, muy frío, donde las casas se llaman iglú. Están hechas de ladrillos de hielo y tienen la misma forma que la mitad de una naranja.
   Como Quino es muy friolento, este año el Hada Nieves decidió hacerle un regalo especial: le trajo, desde su mundo lejano, un dragón de bolsillo. Quino lo bautizó Olivio porque es verde y chiquito como una aceituna. Olivio duerme en una caja de fósforos y cuando Quino sale a pasear por la nieve o va al gran iglú-escuela, viaja en el bolsillo de su abrigo.
Si Quino siente frío, Olivio se escabulle entre sus zapatos y tose fuerte para que el vapor de su garganta le caliente los pies. Otras veces, salta hacia fuera y lanza una gran llamarada para derretir la escarcha de los caminos. Con el agua que junta, le prepara a Quino un té rico para calentarle la panza.
Quino, agradecido, premia a Olivio con su golosina favorita: terrones de carbón endulzados con chocolate de aserrín. (¡Glup!)
                           

Textos en Taller - 2012


Marruecos (Andrea Marchiol)

Muchas cosas pueden parecer raras, pero que te abandone la propia sombra es demasiado.
Marrakech es una ciudad a las puertas del desierto, amurallada, con olor y color a arena. El sol calienta todo y todo lo derrite, para luego reaparecer y recuperar su forma con la noche y los suspiros. La noche carga con la desesperación que deja el día y la ausencia de sombras perdidas.
En Marrakech, las sombras huyen devoradas por los encantadores de serpientes, los saltimbanquis y los cuentacuentos. Las mujeres de henna venden imitaciones de sombras con formas diversas, coloridas, que a cambio de varios dirham rechazan los rayos que, como puntas de agujas siniestras, taladran la piel.
Las sombras envueltas en pañuelos grises, morados, azules y dorados corren por los zocos tortuosos, y en esos laberintos inciertos cobijan los misterios guardados en cofradías oscuras.
Las esencias y los aceites untan las siluetas de las sombras extraviadas, que ayudan a deslizar su holgura y con la delicadeza de su figura tiñen la realidad y su futuro. Se sientan a disfrutar el mundo oculto del café de las especias y, confundidas entre sabores y aromas, esperan el llamado desde el alminar de las mezquitas. Buscan sus otras almas cómplices, las piadosas, las que miran por dentro, las cargadas de fe.
Distraída en Marrakech, mi sombra me abandonó sin escatimar nostalgia, me dejó a merced del asombro y el desamparo. No hubo despedidas ni arrepentimientos. La vi volando por última vez, con su perfil pegado a la  muralla. Me quedé tranquila, sin embargo, cuando la vi rodeada de otras sombras prontas a perderse en los caminos del desierto.

Textos en Taller - 2012


Desierto (Daniela Aguiar)

Calor. Viento. Arena.
Un manto seco me abraza,
me deja sin aire, se va
a jugar con olas de arena,
a hundirse en la soledad
en un horizonte de espejos
que se aleja más y más.

Calor. Sed. Arena.
Lastimados mis labios,
por una gota de agua rezan,
un fuego quema mi garganta,
este implacable sol me apresa,
me robó hasta la sombra,
me aprisiona la cabeza.

Calor. Visiones. Arena.
Camellos, siluetas negras,
algo, parece, se acerca,
hablan -no entiendo-,
quizás, otra lengua.
El desierto me ha tomado,
hoy he caído presa.

martes, 28 de agosto de 2012

Textos en Taller (2012)


134, ida
Fabiana Paloma

El final del recorrido (o el comienzo) está a metros de la esquina de casa. Eso es una suerte porque suelo ser el primer pasajero de esta línea en este horario. En la parada espero —con paciente ansiedad— que el coloso dormido se ponga nuevamente en marcha y pase a recogerme. Espío el movimiento del chofer tras el parabrisas: se sienta, se levanta, limpia algo, vuelve a sentarse, anota alguna cosa en un papel.
El sol apenas si asiste a la cita esta mañana destemplada. Un viento otoñal revuelve las hojas a mis pies, parecen viejas mariposas asustadas. Pienso que ya no se ven mariposas, ni siquiera en primavera.
Buen día, saludo al subir. El chofer gruñe. Hoy toca el gordo canoso, el malhumorado. Qué se le va a hacer, las mañanas suelen ser imperfectas. Pierden en el contraste con los sueños. Voy a ocupar un asiento cercano a la puerta trasera, lejos.
Viajamos solos. Vacíos. (En la calle, algún que otro perro vagabundo, un encapuchado con los hombros a la altura de las orejas, una mujer que lucha a escobazos con las hojas amarillas)
Nos para el semáforo de Oroño, un auto muy viejo a nuestra izquierda exhala por el caño de escape un humo silencioso. Las lenguas grises se retuercen dibujando arabescos y figuras. El humo es cada vez más denso y cada vez más blanco, ahora cubre el ómnibus y esto es un sueño que ya soñé. Un sueño blanco y quieto. La realidad se diluye en un recuerdo inasible. Tengo verdadero miedo de no poder despertar.
Un sacudón despeja la niebla. Nos movemos. Respiro con alivio.
En Moreno y Brown nos detenemos y sube una cohorte de personas. La ciudad se despertó y escupe sus personajes en esta esquina. Cuento diez, doce nuevos pasajeros, después pierdo la cuenta, y siguen subiendo. De pronto el colectivo está repleto. De pronto estoy rodeada de extraños. Alguien atrás de mí tose con fuerza, imagino los gérmenes saliéndose violentamente del interior del cuerpo del desconocido, pegándose a mi pelo con gotitas de saliva (Más tarde, olvidada, me tocaré el pelo y las inmundas cosas infinitesimales se treparán a mis dedos. De ahí en más, será sólo cuestión de tiempo. Parecemos sólidos, y sin embargo somos tan penetrables… cúmulos de orificios y poros. Infinitesimalmente vacíos)
Alguien susurra. Es el señor de pulóver gris y aspecto de oficinista que se sentó en el asiento contiguo al mío. De reojo, veo claramente cómo mueve la boca pero apenas emite sonidos. Será un rezo, o será una de sus personalidades que conversa con la otra. Cuántos locos engendra la ciudad; hay que tener coraje para andar así entre la gente, con la locura a flor de piel.
En un muro de España y Salta alcanzo a leer: Arderá la memoria hasta que todo sea como lo soñamos.

Textos en Taller (2012)


Las sombras de Anselmo
  César D'Agostino

Y fue el día en que hasta la propia sombra de Anselmo se cansó de estar con él. Se mutiló ella misma cercenándose con un corte seco de la línea que la mantenía unida a los pies del viejo cascarrabias, y se alejó protestando, haciéndole ademanes con las manos y la cabeza, agitando los brazos por detrás de la nuca como insultándolo y mandándolo al diablo. 
El pobre viejo, estupefacto, pensó que ahora sí se quedaría solo, que algo o alguien que no proyectaba sombra era como si no existiera, que sería a partir de entonces una especie de fantasma y nadie lo vería.
Espantado por el miedo, empezó a correr a su sombra, que se alargaba desde el centro de la calle hacia la vereda, en donde el cordón le marcaba un pequeño quiebre en la silueta a la altura de la cintura. 
Al ver que su antiguo dueño la perseguía, ella comenzó a correr con pasos gigantes y al doblar una esquina se perdió entre la muchedumbre y entre otras sombras.
Anselmo, pálido de miedo, de puntas de pie en la esquina, estiró el cuello y la siguió con la mirada hasta que la vio perderse en el gentío. Dio media vuelta y sintió que ninguna persona lo veía, que nadie percibía su presencia, que era nadie, que estaba muerto.
Corrió desesperado, volvió a su casa y allí se encerró por días. No veía a nadie más que a él mismo, aunque tampoco sabía a esa altura si realmente existía. Se echaba a dormir la mayor parte del tiempo y sólo salía en los días nublados, que disimulaban en algo la inexistencia de su sombra.

Una mañana, bajo la luz fluorescente, ya empuñando el revólver, vio con una sensación extraña que de sus pies nacía una pequeña silueta oscura que copiaba sus movimientos y que, desconfiada, lo seguía.
Abandonó el arma y comprobó que, a medida que pasaba el tiempo, el renovado contorno negro que asomaba desde sus suelas crecía y se alargaba o acortaba según transcurrían las horas.
Cuentan los vecinos que lo vieron salir después de meses cantando, contento, y que de ahí en más todos los días, bajo el sol de la mañana, el viejo Anselmo andaba por la calle hablándole a su sombra nueva, contándole sus historias, preguntándole por las suyas, riendo con ella.

Textos en Taller (2012)


146
Silvia Iammarino

Hoy la mañana está hecha de silencios. Lo cotidiano transcurre en miles de fotogramas proyectados en el marco de una ventanilla. El otoño, la resaca, el día sin luz, el fervor adolescente, rastros de sombras, la rutina en los rostros, los cuerpos encerrados en el insomnio de la noche anterior son variaciones de la misma película que veo de lunes a viernes sentada en la segunda butaca del colectivo.
Leo un poema de Idea mientras las hojas caen, aunque todavía hay flores blancas en algún balcón. Leo una leyenda en la pared que dice las voces del sótano mientras un viejo levanta la tapa del contenedor de basura. De cualquier manera, lo que no se ve quiere hacerse ver. El alma se vuelve cuerpo y lucha por salir a la superficie; respira, sofoca, murmura, le canto una canción en susurros que habla de las manos de la madre, distraigo su impudor.
Existe un encadenamiento entre una escena y la siguiente que hace que una dependa de la otra. Entonces comprendo que ese nexo, efímero y ambicioso, soy yo inmersa en la misma existencia de las cosas.

Hoy no subió la chica del tatuaje. O, tal vez, está cubierto con una campera y no la reconozco. Invisible, la chica es sólo un instante fugaz grabado en el hombro derecho con forma de estrella. ¿Alguien me reconocerá? ¿Alguien escribirá hoy no subió la mujer que lee? ¿Seré, yo también, un instante fugaz en la vida de otro? Ante tantas preguntas agolpadas en el pensamiento busco entre el revoltijo del bolso la libreta de los fragmentos urgentes. Anoto palabras sueltas, como:
yo quisiera decirte
hay un misterio
en medio de la noche
sólo esperar
alguien guarda una palabra
en un mundo desierto
El tren del cruce Alberdi me detiene y pienso en las barreras, aquellas que tienen que ver con los obstáculos y los parapetos  (yo quisiera decirte que sólo espero una palabra en medio de la noche).
Abro la ventanilla,  el viento levanta hojas secas. Contemplo una ráfaga que pasa delante de mí como el tren de carga que arrastra vagones vacíos. Hay algo contagioso en este desorden otoñal que desata una combustión en el ánimo. Pensamientos fatigados discurren en cada esquina.
Levanto la vista, y estoy llegando a mi destino.

Cartas desde viejas ciudades

DIARIO DE VIAJE: CARTAS DESDE VIEJAS CIUDADES
Beatriz Actis (contratapa "Rosario 12", 28/8/2012)


En el Cauca: “María”

 “El Paraíso”, ubicada al pie de los cerros de la Cordillera Occidental en Colombia, es la casa de campo en que vivió Jorge Isaacs en el Valle del Cauca y se exhibe hoy como museo (fue declarada Monumento Nacional en 1959).
Sin embargo, admiradores tardíos del escritor colombiano, escolares y turistas encuentran en las salas de la casa principal, cuando la visitan, no los  rastros de la vida de Isaacs sino la recreación de su universo de ficción, sin que medien aclaraciones.
 “Es éste el cuarto de Efraín -explica el guía con convicción –. Y aquí cuelga la piel de tigre… Afuera, vemos los rosales que tanto cuidaba María…”. Alude a personajes y a cuestiones argumentales de la novela “María”, que a fines del siglo XIX se consolidó en Latinoamérica como principal exponente de la novela romántica de tema sentimental.
(Y los intrusos disfrazados de visitantes recordamos entonces algunas de las frases que, en el libro, describen la hacienda en donde se desarrolla la historia: “El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río…”).
Esto motivó que una asociación de docentes de literatura de Cali -la hacienda está en las afueras de esa ciudad- enviara una carta a los responsables de la casa-museo pidiendo rever la actitud, que confundía a los estudiantes, decía, diluyendo los límites entre realidad y ficción.
Pero no hubo caso: cada día, los empleados renuevan la rosa en el jarrón del supuesto cuarto de Efraín (que, tal vez, haya sido en verdad el cuarto de Jorge Isaacs, o tal vez no), porque así lo hacía la protagonista femenina en la novela. Y además de las rosas frescas, un reloj indica, eterno, en el jardín delantero, la hora exacta de la muerte de María.
Los cruces y las rarezas no terminan allí. El autor creó la mayor parte de la novela en la selva del Pacífico, hasta que, enfermo de paludismo, abandonó su destino, regresó a Cali y se refugió en una casa de El Peñón, en donde escribió el último capítulo.
Un siglo después, a la casa la compraron jefes del Cartel de Cali que intentaron demolerla. La posterior muerte de los narcotraficantes –tan ajenos a las peripecias decimonónicas del hacendado del Cauca que devino escritor…- impidió concretar esos planes.
La casa caleña está hoy abandonada y derruida. Es decir, sola; no habitada siquiera, como en el valle, por los fantasmas vívidos de unos personajes que repiten sus acciones (alguna vez fijadas por la letra escrita) día a día, de modo inalterable a través del tiempo, casi como lo hacía la máquina de Morel.


En La Habana: cartas de Martí a su madre


Cercana al puerto, la casa pequeña en la que nació José Martí -situada en uno de los extremos de la Habana Vieja- conserva algunos de sus objetos personales, un retrato al óleo, otros recuerdos.
Pero es en el Monumento, frente a la Plaza de la Revolución, en donde hay mayor cantidad de testimonios: cartas, grabados, dibujos, diversas ediciones de libros, en definitiva, elementos que hacen a su historia personal y a la memoria histórica construida a partir de Martí. 
En las dos primeras salas a las que se accede (el interior del memorial posee forma de estrella) pudimos ver desde sus títulos de Licenciado en Filosofía y Letras y Derecho, otorgados por la Universidad de Zaragoza, hasta su entrañable levita, pasando por un quetzal disecado que le obsequiara un contemporáneo, el presidente de Guatemala. Y también, una carta.  La primera de las tantas que envió a su madre; tenía nueve años cuando la escribió.
 En la posterior y extensa correspondencia familiar de Martí están también, acaso, su testamento, una suerte de legado fragmentario, y la impronta de su mejor poesía:
 

                                                                                           Montecristi, 25 de marzo, 1895

   Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en usted. Usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de usted con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre.
  Abrace a mis hermanas, y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de usted, con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición. Su

                                                              José Martí

  Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que usted pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca.
 

jueves, 23 de agosto de 2012

Crítica de Carlos Schilling

Córdoba, "La Voz del Interior" - Suplemento CIUDAD X, 23/8/2012
"Un paréntesis en el mundo"
Por Carlos Schilling
 

Beatriz Actis publicó dos novelas
en donde indaga las diversas formas
en que el pasado sobrevive.



Beatriz Act is publicó dos novelas donde indaga las diversas formas en que el pasado sobrevive.
Dos novelas publicadas en dos meses es una cifra poco habitual en autores que no firman Stephen King o César Aira. Y si bien Beatriz Actis tiene ya una larga lista de libros publicados, está lejos de la productividad compulsiva del maestro de terror y del maestro de la broma. Los años fugitivos y Los poetas nocturnos fueron publicadas en ese orden, en Córdoba y en Rosario respectivamente, en abril y mayo de este año, y aunque pueden leerse de modo independiente, conforman una especie de díptico, no porque repitan personajes o situaciones, sino porque ambas son novelas de la memoria y porque están escritas con una sensibilidad más poética que narrativa. Si hubiera que forzar al máximo la arbitraria comparación inicial con King y Aira, podría decirse que al revés de esos dos narradores, Beatriz Actis no se enfoca en la  continuidad de las peripecias ni en su desarrollo argumental sino que se centra en las discontinuidad de la vida y en la forma evanescente que tiene todo destino. Tanto en Los años fugitivos como en Los poetas nocturnos, las protagonistas son mujeres que recuerdan otras épocas. En el primer caso, una geóloga que se evoca a sí misma y es evocada por los hombres que la marcaron con su amor o su amistad. En el segundo caso, una traductora reconstruye episodios de la vida de su padre y de sus antepasados a través de charlas con un médico y un fotógrafo.
Claro que esas líneas argumentales son como vetas que atraviesan numerosos estratos de situaciones, descripciones, reflexiones, citas ocultas y manifiestas, encuentros, conversaciones, cartas, e-mails, poemas, películas, videos, viajes, ciudades e historias contadas y vueltas a contar. Casi no hay escenas puras, cada escena está permeada por una evocación o un relato que la distorsiona y la borronea, y el modo en que las escenas se conectan entre sí no responde al principio aristotélico de causa y consecuencia sino al de las asociaciones mentales. Cuando se cuenta, cuando se evoca, parecen decirnos las narradoras, lo que
se hace es oponerse al tiempo, demorarlo, obstaculizarlo con la memoria. Como los recuerdos son la vida, la vida que fue y la que pudo ser, es comprensible que el clima dominante sea siempre la nostalgia.
La acumulación y la saturación, fundamentales en la prosa de Beatriz Actis (prosa que se mantiene
límpida pese a las enormes cargas que debe arrastrar) antes que a una cuestión de estilo responden a la
forma en que los solitarios se relacionan con el mundo, siempre a través de símbolos, como si no quisieran
exponerse a nada no mediado por imágenes o palabras. Pero la soledad no es aquí sinónimo de inmovilidad. En ambas novelas, por más introspectivas que sean, los viajes son importantísimos, y en ambas esos viajes (que van desde el interior de la Argentina hasta ciudades como Praga, Nueva York, París o Cartagena) están precedidos por otros viajes, viajes propios, viajes de antepasados y, espectralmente, viajes del padre. En Los años fugitivos, la protagonista viaja a Praga para hacer el viaje de vuelta que no pudo hacer el padre, y en Los poetas nocturnos remonta el Paraná para volver al pueblo donde nació su padre.
Una cita de esta última novela tal vez revele la amplitud y la profundidad de la escritura de Beatriz
Actis mejor que cualquier comentario: “Si se trata de retrasar el tiempo (aun de detenerlo) o de crear un paréntesis en el mundo para contemplar cada segundo rutinario, cada situación pequeña y poder nombrarlos con las palabras escasas del poeta… resulta que eso no es posible. Ya no. Ya no es posible. Y sin embargo –precaria, sinuosa– yo ya no podría dejar de escribir”.

TALLERES

Taller sobre Literatura para Niños (dirigido a adultos): Lunes de 19 a 20.30
Taller sobre Literatura para Adultos: Martes de 18.30 a 20.30
ROSARIO - Consultas a: beatrizactis@hotmail.com

domingo, 19 de agosto de 2012

Olga Orozco

REMO CONTRA LA NOCHE (fragmento)

Apaga ya la luz de ese cuchillo, madrastra de las sombras.
No necesito luces para mirar en el abismo de mi sangre,
en el naufragio de mi raza.
Apágala, te digo;
apágala contra tu propia cara con este soplo frío con que vuela mi madre.
Y tú, criatura ciega, no dejes escapar la soga que nos lleva.

Yo remonto la noche junto a ti.
Voy remando contigo desde tu nacimiento
con un fardo de espinas y esta campana inútil en las manos.

Están sordos allá.
Ninguna pluma de ángel,
ningún fulgor del cielo hemos logrado con tantas
                                (migraciones arrancadas al alma)

Nada más que este viaje en la tormenta
a favor de unas horas inmóviles en ti, usurera del alba;
nada más que este insomnio en la corriente,
por un puñado de ascuas,
por un par de arrasados corazones,
por un jirón de piel entre tus dientes fríos.

Pequeño, tú vuelves a nacer.
Debes seguir creciendo mientras corre hacia atrás la borra de estos años,
y yo escarbo la lumbre en el tapiz
donde algún paso tuyo fue marcado por un carbón aciago,
y arranco las raíces que te cubren los pies.

Hay tanta sombra aquí por tan escasos días,
tantas caras borradas por los harapos de la dicha
para verte mejor,
tantos trotes de lluvias y alimañas en la rampa del sueño
para oírte mejor,
tantos carros de ruinas que ruedan con el trueno
para moler mejor tus huesos y los míos,
para precipitar la bolsa de guijarros en el despeñadero de la bruma
y ponernos a hervir,
lo mismo que en los cuentos de la vieja hechicera.

Pequeño, no mires hacia atrás: son fantasmas del cielo.
No cortes esa flor: es el rescoldo vivo del infierno.
No toques esas aguas: son tan sólo la sed que se condensa en lágrimas y en duelo.
No pises esa piedra que te hiere con la menuda sal de todos estos años.
No pruebes ese pan porque tiene el sabor de la memoria y es áspero y amargo.
No gires con la ronda en el portal de las apariciones,
no huyas con la luz, no digas que no estás.
(...)

sábado, 18 de agosto de 2012

Diario de viaje: molinos y bibliotecas


 (Contratapa de "Rosario 12", 14/8/2012) - Beatriz Actis

El destierro

En el pueblo cordobés de San Esteban, entre Capilla del Monte y La Cumbre, se levanta un molino construido por Alexandre Gustave Eiffel. Sería en la actualidad -informan los lugareños y los datos dispersos en las enciclopedias- el único de Sudamérica en existencia, ya que se habría desmontado hace tiempo otro, erigido en el Paraguay. Este molino de la provincia de Córdoba aún presta servicio y abastece de agua a los pobladores de la zona. 
Caminamos hacia el molino, lo bordeamos, tomamos fotografías en las que se lo ve estilizado pero fuerte (o altivo) y desde allí distinguimos también, aunque más allá, una casa baja, pintada de rosa, con una galería amplia y un jardín delantero, que como en una rara escenografía completaba  la escena.
En la lista de excentricidades de la aristocracia provinciana de la época se incluye este hábito: la señora María Aurelia Arislao de Olmos tomaba el té con sus amigas en uno de los balcones del molino creado por Eiffel, disfrutando desde allí la agreste, desolada y magnífica vista de la serranía.
La esbelta estructura metálica fue llevada desde Buenos Aires por la familia Olmos a principio de siglo; ingresó a nuestro país como una de las atracciones de la Exposición Rural del 1900. Los Olmos compraron dos y las destinaron a sus estancias de Río Cuarto –ésa fue luego desmantelada- y Dolores. (El caserío de Dolores es una suerte de suburbio de San Esteban, en donde está exactamente enclavada la obra de Eiffel, muy cerca de la casa mencionada: “Flor de durazno”, en donde se filmó en 1917 la primera película de Gardel, dirigida por el dramaturgo Defilippi Novoa).
Los molinos fueron trasladados en tren desde Buenos Aires hasta la estación ferroviaria de Córdoba capital, y luego, hasta los campos, en carros tirados por bueyes.
Es casi imposible no reparar en que íconos diversos como el ingeniero Eiffel y Carlos Gardel fueron reunidos hace un siglo por tan recóndito lugar y para tan disímiles propósitos. Y es difícil no pensar en los molinos en sí, lejanos – o tal vez cercanos- parientes de la Torre Eiffel parisina, cruzando, todavía desarmados, la pampa, y, en el caso de la construcción que sobrevive, irguiéndose en la soledad de aquellos parajes de Punilla como un disidente en el exilio.
El pasado
La Biblioteca del Trinity College de Dublín es como uno imagina las antiguas bibliotecas no ya históricas sino literarias: la de “El nombre de la rosa”, quizás, o la alegórica de “La biblioteca de Babel”: “El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales...”.
Fundada en 1601, es la biblioteca de investigación más grande de Irlanda (por las aulas del Trinity College pasaron Francis Bacon, Newton,
Byron, Tennyson, Beckett) y desde el 1800 tiene derecho legal a una copia de todos los libros publicados en Gran Bretaña e Irlanda: contiene más de cuatro millones de libros y colecciones significativas de manuscritos, mapas y música impresa.
El Libro de Kells se encuentra en la Vieja Biblioteca. También conocido como Gran Evangeliario de San Columba, es un manuscrito ilustrado con motivos ornamentales, realizado por monjes celtas hacia el año 800 en el pueblo irlandés de Kells; contiene el texto de los cuatro evangelios y es considerada una de las obras de arte religioso más importantes de la Edad Media.
Se entra en pequeños grupos a ver el Libro de Kells, en una sala especialmente acondicionada en la que la reliquia se exhibe, protegida, en una gran vitrina (las cámaras fotográficas están prohibidas allí y en toda la parte antigua de la Biblioteca; se trata de contemplar y no de tocar ni de alterar; hay que preservar la joya para las futuras generaciones).
Sus láminas son de vitela gruesa y barnizada, sobre las que destaca una caligrafía redonda y uncial, es decir, en mayúsculas, del tamaño de una pulgada; la letra inicial de cada evangelio ocupa toda una lámina y su forma reconocible surge de entre las galas ornamentales. Los pigmentos que dieron color a las bellísimas imágenes fueron extraídos de diferentes fuentes naturales y aún hoy –más de mil años después-  los amarillos, los verdes, los púrpura de un modo sorprendente resplandecen.
La sala principal de la antigua Biblioteca, “Long Room”, huele a madera, en ella hay bustos de mármol de filósofos y escritores célebres y, exhibida, el arpa más antigua que se conserva en Irlanda, de roble y sauce, con cuerdas de bronce. La habitación de sesenta y cinco metros de largo repleta de estanterías alberga doscientos mil de los libros más antiguos de la Biblioteca.
Si la visión de la “Long Room” nos remitió primeramente a Borges, este artículo -que se inicia con molinos y culmina con bibliotecas- tal vez recuerde el poema inconcluso que quisieron componer Borges y Bioy, en el que todas las palabras tuvieran la letra “l”. Sólo escribieron el primer verso: “Los molinos, los ángeles, las eles…”.

jueves, 9 de agosto de 2012

Jorge Leónidas Escudero (I)

Ante la inmensidad

Fue alguna de esas noches en que miraba cielo
en lejanías sobre campo oscuro y vi
cruzárseme un relámpago lejano. Fue tal
como ver chispear una idea
en el umbral de otro mundo.

Es como si en el fondo del desierto hubiera
querido hacerse luz una verdad pero
pasó fugaz y quedé a oscuras.

Parece que la inmensidad
quiere decirme un secreto y al ver
que todavía falta mucho en mí
queda muda.

Jorge Leónidas Escudero (II)


La busca

Con rumbo incierto llego, oscurece,
suelto la mochila y descanso
pero sé que aún no he llegado. Mañana
debo salir de nuevo en pos de buscar
lo que nadie ha visto.

Es ser como el primer hombre
que caminó esta tierra de polo a polo
a sólo talón rajado,
llegando y partiendo naa más.

Así es mi asunto avanzo a territorios lejos
pero a veces me pierdo, doy vuelta en círculo
y se me lloran los ojos de pena.

Mañana con la fresca
he de salir contento en procura
de lo mismo de siempre y ya sé ya sé,
no me lo digan,
llegará el día oscuro en que dejaré de buscar:
lo desconocido se habrá olvidado de mí.

domingo, 5 de agosto de 2012

Diario de viaje

(Contratapa de "Rosario 12" - 1ro./8/2012) - Beatriz Actis

DIARIO DE VIAJE

Románticos en Roma
  Era difícil –después, sentados ya en un cafecito bullicioso cercano a la plaza- olvidar la máscara mortuoria al lado de su cama. Keats vivió poco tiempo en Roma y allí murió, en aquella casa de la Piazza di Spagna, al lado de las escalinatas que llevan a la iglesia de la Trinità dei Monti,  casa convertida hoy en museo. Cuando en Inglaterra su tuberculosis se agravó sensiblemente, los médicos le aconsejaron que se alejase del frío y marchara hacia el clima benévolo de Italia; Keats partió a Roma, invitado por su amigo Shelley.
   Llegó a la ciudad en noviembre de 1820 y durante un año pareció mejorar, pero en febrero del año siguiente murió en la misma casa en que residía. Se cumplió allí con la tradición funeraria de capturar el rostro del muerto ilustre a través de una máscara, para preservar –y honrar- la memoria visual y táctil de su cara. (Como un ejemplo cercano, en el Palacio San José, en la Sala de la Tragedia, se exhibe en una vitrina la máscara mortuoria de Justo José de Urquiza).
  En honor a Keats, Percy Shelley escribió “Adonaïs”. La “Casa Keats-Shelley” reúne recuerdos de los dos poetas: manuscritos, primeras ediciones, retratos pintados por artistas diversos. A principios del siglo XX, la vivienda fue restaurada para convertirla en un memorial; durante la Segunda Guerra, se la camufló para eludir los bombardeos y los objetos que había en ella fueron enviados a una abadía, ocultos para que no fuesen destruidos, y se restituyeron en el 44. Pero hay otra casa emblemática.
  Es en donde vivió el poeta durante los dos años anteriores a su viaje final a Italia y está en Hampstead Heath, en Londres, rodeada por jardines; también hoy es un museo.  
   Llegamos ya tarde, había terminado el horario de visitas vespertinas, pero no habían corrido las cortinas –o no había cortinas- y el interior de la vivienda estilo Regencia estaba iluminado; atravesamos el jardín y rodeamos la casa, espiando a través de los vidrios, casi encaramados, siempre absortos.
   Ésa era su residencia cuando John Keats escribió  “Oda a un ruiseñor” y allí se guarda aún el anillo de compromiso que le dio a su amada Fanny Brawne (Jane Campion filmó en 2009 la inmensa historia de amor de la pareja: “Bright star”). Era noche temprana, en otoño oscurece muy pronto por aquellas regiones, y rondábamos la casa de Keats como espíritus nocturnos, como sombras románticas nosotros mismos.
  El poeta ya no se fue de Italia: está enterrado en el cementerio protestante de Roma, cerca de Percy Shelley, y sobre su lápida austera se lee el célebre epitafio: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua». (Se dice que Shelley fue encontrado muerto con un libro de poemas de Keats en el bolsillo).
Kafka y  el río
   Como quien cuenta ovejas en una noche de insomnio, pensábamos qué casas de qué escritores habíamos conocido. En el ranking arbitrario de recuerdos, se imponía en el primer lugar la casa de Kafka en el Callejón del Oro, en Praga, seguida de la casa de Horacio Quiroga en la selva de Misiones (o en orden inverso).
  El Callejón del Oro es una calle estrecha y breve situada en el interior del Castillo; así se llama porque en el siglo XVII la habitaron orfebres, aunque su función inicial fue la de albergar a los guardianes del Castillo. Entre las pequeñas casas del Callejón inmerso en la fortaleza se destaca la número 22, en  donde vivió Kafka entre 1916 y 1917.
  Hoy, en las casitas del Callejón del Oro hay negocios que venden marionetas, libros, recuerdos de “Praha”. Allí compré una rara biografía de Kafka que en un momento lo describe, joven, remando en un bote por el Moldava, el largo río que atraviesa la República Checa. Esa fue, para mí, una nueva imagen del escritor: atlético, participando de la vida de la naturaleza, ¿tal vez feliz?
  Es conocido que al autor checo Bohumil Hrabal (que escribió “Trenes rigurosamente vigilados” y "Yo, que he servido al rey de Inglaterra") se lo llamó “el Kafka que ríe”. Por obvia oposición, la imagen de la literatura kafkiana es muy otra y, sin embargo -perdida aquella vez en las sinuosidades leves del Callejón, en el Castillo- imaginé a Kafka remando, riendo, en el Moldava.

Sentada en el umbral de mí


Luto rojo (Sofía Pastawski)

Fragmento

                                                                                (...)
¿y a mí qué?
que me lleven en camilla
(o mejor no, esto lo deseaba antes)
que me lleven entre vasos, reborracha
pero que me lleven, que me saquen de mí
y que no vuelva
que no vuelva a esta zona de paragolpes existenciales
(no se qué son pero suena bien)
estoy con
las valijas hechas sentada en el umbral de mí esperando que vengan en taxi
a rescatarme

Poema

De Daniel Rafalovich

Lunas y vendimias han pasado
y ahora me pregunto:
¿que hacías aquella noche
sentada en ese umbral
en una calle desierta, fría
(tu largo negro abrigo
corrido el rimmel de tus ojos
tus ojos enrojecidos mínimos
tu mirada vacilante como un claro espejo
tendido hacia la nocturna luz
del universo)
balanceándote, instintiva,
en un sillón-hamaca imaginario
diciéndome (así, sin anestesia)
"te esperaba"
"tengo sueño"
y "mirá que loca, esa luna"
justo a esa hora
en que la noche del sábado
hierve de máscaras, poses,
ansiedades
y algún dios-cicerone
me regalaba un instante
una noche
un instante
de verdad?