martes, 24 de agosto de 2010

Gente conversa (II)

Beatriz Actis

A veces creo,
contrariamente a lo que se teme,
que el tiempo no transcurre.
En la noche de temperaturas bajo cero
en la ciudad a orillas del río Paraná
bromeábamos con una repentina
invasión rusa:
estepas,
trineos en la nieve,
lobos que aúllan y
la iconografía de “Dr. Zhivago”.
Y sin embargo Sergio,
mientras cocinaba su arroz con pollo,
tenía puesta una remera de mangas cortas
(por la ventana abierta se colaba,
feroz,
el viento helado hasta el piso dieciséis
que nos había hecho fantasear sobre los rusos).
Daban ganas, incluso,
de tocar la balalaika.

Él tenía puesta una camisa.
Mi obsesión
por la ropa de ambos
tenía que ver con que yo sí padecía el frío
junto a la cocina del departamento
y ellos mantenían,
en cambio,
una suerte de actitud primaveral.
Como cuando éramos,
los tres,
adolescentes
en aquel pueblo lejano en la llanura.
Es más, a veces pienso que el tiempo
no existe siquiera.

Miré sus brazos.
Esa era la ventaja
de que solo usara,
en ese momento,
una camisa.
Disimulé.
Miré sus pómulos.
Pero él estaba de costado,
frente a la computadora,
así que pude disimular también.


Sergio y yo hablábamos de política.
“Soy un peronista tardío”, dijo,
y pensé que lo había sido, lo era, lo sería,
y que ya había escuchado aquella revelación
hacía tiempo
(ser peronista
siempre
había estado un poco mal visto)
mientras estaba haciendo cualquier cosa:
en el pueblo de llanura, un asado;
ahora en la ciudad al lado del río,
un pollo con arroz
que pronto devendría en guiso.
Suspiré, entonces:
¿Qué me confiesa?
Ya lo sé, ya lo sabemos.

Él no participó de esa conversación.
Pero después me preguntó
cómo se me ocurrían las historias.
Parto de un negro profundo,
le dije,
de una sensación de vacío
(mentí,
sólo podía reparar en la forma
perfecta
de su cabeza rapada).
Después,
camino por la calle y veo cosas,
o estoy sentada en un bar
mirando cómo pasa la gente
y aparece una frase,
una música...

Por ejemplo,
le dije,
para aprovechar que había dejado
la computadora
y por un momento
me prestaba atención,
el Día de la Bandera fui al Monumento
y de allí al cumpleaños
de una amiga
en un salón del Colegio Irlandés,
presidido por un busto del Almirante Brown.
Esto es lo único que pude escribir,
tras esos episodios,
por la mañana:
“Fue una fiesta colmada de irlandeses”.
Y después:
“Recordé lo que es ser peronista”,
aunque pensé que también podría decirse:
“Me acordé de cuando era peronista”,
pero me pareció que la primera frase
sonaba un poco mejor.
Es que ese día había caminado
entre vendedores ambulantes
por una feria popular
llena de gente de los barrios
a la vera del río
y enfrente al Monumento a la Bandera;
era un día de ésos,
patrio.
Después crucé
las calles de la ciudad
que llevan al oeste
y fui a saludar a mi amiga
que festejaba el cumpleaños
en el salón irlandés.
Las frases tenían que ver
con esas experiencias.
Todavía
no sé
cómo voy a unirlas,
y un cuento sobre irlandeses
es un riesgo
o una redundancia
porque termina remitiendo
por lo menos a Walsh,
y entonces pienso:
¿Y yo qué puedo escribir
de nuevo
sobre esto?

El todavía me miraba.
Pronto
iba a volver a lo suyo,
en este caso la computadora,
pensando,
sin decirme nada,
como lo hacía
desde que éramos muy jóvenes.
Iba a encerrarse
en aquel mutismo
que permanecía inalterable.
Y Sergio y yo
íbamos a seguir hablando.
A esto lo he vivido,
pensé,
durante treinta años.
Por eso,
entre otras cosas,
creo que el tiempo no existe.

domingo, 15 de agosto de 2010

cummings

en algún lugar adonde nunca he ido, gozosamente más allá
de toda experiencia, tus ojos tienen ese silencio:
en tu gesto más delicado hay cosas que me rodean
o que no puedo tocar porque están demasiado cerca
tu mirada más leve me abrirá sin esfuerzo
aunque me haya cerrado como un puño
tú siempre me abres pétalo a pétalo como abre la primavera
(tocando hábil, misteriosamente) su primera rosa
o, si tu deseo fuera cerrarme, yo y mi vida
nos cerraremos muy delicadamente, de repente,
como cuando el corazón de esa flor imagina
la nieve cayendo con cuidado por todas partes
nada de lo que podamos percibir en este mundo iguala
el poder de tu intensa fragilidad: su textura
me domina con el color de sus países,
produciendo muerte y eternidad a cada latido
(no sé qué hay en ti que se cierra
y se abre, pero algo en mí comprende
que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas)
nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas

martes, 10 de agosto de 2010

Ejércitos de la oscuridad

Silvina Ocampo


Desde la infancia veo en la oscuridad total de un cuarto, cuando estoy por dormirme, una suerte de raudo ejército azul y colorado que avanza en dirección a mí hasta que se pierde y vuelvo a recuperarlo en otro ángulo de la oscuridad, donde aparece para hacer la misma trayectoria. Me dirán que ese ejército podría ser un campo sembrado de jacintos, los hay rojos y los hay azules. Podría ser también el tablero de un juego con fichas vistosas, pero nunca se me ocurrió que pudiera ser otra cosa que un ejército de soldaditos vestidos de azul y de colorado que avanzan unidos como un solo soldado. Ese ejército fue siempre para mí el ejército de la noche. No sólo en la noche hay oscuridad, ya lo sé, pero de todos modos en el sitio en que lo vi con más frecuencia fue en la noche, que para mí es un sitio, el más importante del mundo. En el momento en que aparece el ejército de la noche pienso, recuerdo, elucubro ideas e imágenes que no reconozco durante el día. Y ese ejército de pequeñísimas ideas, de recuerdos, de imágenes de mi mente pugna por vivir y trata de matarme porque sus divisiones son a veces mansas como corderos o dulces como la miel, pero otras veces silban o gritan o manejan cuchillos y venenos, se agazapan en los infinitos laberintos inexplorados donde las pierdo de vista para volverlas a encontrar en el sitio donde las espero de nuevo: la oscuridad.

martes, 3 de agosto de 2010

Bajo otra lluvia

Beatriz Actis


I

Librerías de viejo
- del viejo trópico -
fruterías collares con sombreros
bajo la torre del reloj
bajo los puentes
bajo las puertas
de la ciudad amurallada.
Veo correr a una mujer
amordazada por la lluvia repentina
una mujer descaradamente feliz
que se persigna
al pasar ante una gorda de Botero
esculpida en el parque
frente a turistas
que se guarecen en el portal de la iglesia,
agazapados.
Ventiladores de techo
en el café de Santo Domingo
tal como aparecen en las películas de Hollywood
las ciudades acartonadas del trópico.
Sus aspas deslizan y dispersan
el aire caliente
del modo como se filtra la arena entre las rocas,
un aire caliente y nuevo
un aire que se mueve entre papeles voladores
trotando callecitas inverosímiles, esquivas.
Se enfría en tanto
el café tinto
sobre la mesa,
cesa la calma.
En la calle, una placa:
Sociedad Bolivarense de los Economistas,
y otra: 1888, Academia de Medicina.
En la Playa del Tejadillo,
carteles: Welcome Clinton to Macondo,
Gabo, el más famoso escritor de Cartagena,
despintándose tal vez bajo otra lluvia.
La tarde acalorada, azul y verde.
Pero
cuál es la lógica
de la lluvia
bajo los puentes
en la ciudad amurallada
en ruinas.


II

El baratero ofrece anteojos
cangrejos fritos y bolsas con uvas y con moras,
hay barberías
como en los barrios negros
de Bahía de Todos los Santos
o de La Habana Vieja.
En el Portal de los Moros,
la leyenda: “A la heroica ciudad de Cartagena”.
Los hombres dicen:
Para la bella, para la bella ciudad de Cartagena.
Presiono con el dedo pulgar
el punto mágico de las piernas
que calma el dolor de los nervios:
lo llaman La divina indiferencia,
bajo la lluvia,
entre música de chapeta
que retumba
en el frente de los mercados
y en el techo de las iglesias.
Cuando escampe beberemos daikiri
en cualquier parte en que nos hallemos,
como lo bebía Hemingway.


III


Los mismos lugares
pero con sol ahora,
bajo el sol ahora.
En la playa,
pájaros negros
casi mustios
que llaman los María Mulata
y que huyen y cantan
en la diáspora de la tarde,
en el cielo arrugado de esta tarde,
malabaristas juegan con fuego
y con muñecos negros
descomunales xilofones,
trompetistas en el Club de Colombia
también venden moras en las esquinas
y naranjas verdes.
En el bar,
una pianola con valses vieneses
completamente fuera de lugar.
Lo puedo sospechar:
La luna es de polvo.
Lo puedo comprobar:
el ocio, el trópico
eran mi precio.

IV

Tierra humedecida
noche olorosa
huir del miedo
doblar las esquinas
con los ojos vendados
como en un duelo de niños
o en un juego macabro
al borde de los precipicios
jugar al gallo ciego
en los bordes sinuosos
de Cartagena.
Doblar las esquinas
de la ciudad amurallada
una esquina
en cada noche,
geranios santarritas
cuelgan desde los balcones,
el mar derrumbado
a nuestras espaldas.
Desde que llegamos
no hemos tenido un instante de sosiego.

V

Como una ráfaga,
el azote de memoria
dispensa
gestos
para un rostro
de tristeza destemplada
y de curiosidad incierta.


Quemar las naves,
hundirse con el barco.
Todo tendría
lugar
entonces.


Más allá del mundo
hay dragones.

lunes, 2 de agosto de 2010

Colombia

Defensa del amor

Yo he visto las naranjas,
esas flores redondas
de fantástico peso,
colgando de las ramas
del árbol de la infancia.

Mi padre custodiaba
desde antes de la flor,
repasando el dorso de las hojas,
ahuyentando las hormigas.

Los pulgones del trigo llegaron una tarde,
y las gordas naranjas
que agobiaban el árbol
se cubrieron de insectos
diminutos y verdes,
mi padre los miraba
impotente y sombrío.
Subí sobre sus hombros
Con un plumero suave
Y limpié una por una
Las frutas amarillas.

Era la defensa del amor.
Mis ocho años combatían.

(De César Vargas, poeta cordobés)

Rodari

De Saer

"Lo nacional / equidista sabiamente/ de la sangre y de las banderas / y se da, para la lengua, en el rigor. La infancia / es el solo país, como una lluvia primera / de la que nunca enteramente nos secamos. Y aunque / yo viaje, ahora, al mediodía, toda / esta niebla, común, perdurará."

(Fragmento del poema "A Bohlendorff")