viernes, 2 de abril de 2010

Simenon - París

¿Cómo nombrar París sin decir París?

Beatriz Actis



I

A las tres de la tarde llegué a la Gare du Nord y caía aguanieve. Yo nunca había visto nevar: “Pues esto no es la nieve”, dijo una mejicana al pasar junto a mí y atropellarme con su bolso y su valija. Claro, pensé, no lo es comparada con el paisaje del Polo en esas películas de la televisión de los sábados por la tarde sobre Amundsen y las exploraciones en el Artico en las que, fieles a la historia, Amundsen es interpretado por actores de caras nórdicas, trágicas, como la de Max von Sydow, por ejemplo, y entonces, al lado de la visión en pantalla de gente perdida o andando con perros y precarios trineos por un continente de hielo, con los dedos de los pies a punto de ser amputados, lo que estaba cayendo a la tres de esa tarde de febrero sobre los andenes de la Gare du Nord en París no, no era la concreción de ninguna idea cinematográfica de la nieve, ni seguramente tampoco era la idea al respecto de la mejicana que ya se alejaba atropellando otra vez extranjeros con sus bolsos por el frío, inhóspito andén de la gare.
Mientras caminaba hacia el hall central con mi valija y mi paraguas preparado para las lluvias subtropicales sudamericanas y no para el aguanieve de París, recordé a propósito del clima que había estado hacía unos quince años en Bariloche en el viaje de egresados del colegio secundario, pero como era verano no nevaba y sólo había podido tocar una nieve aguachenta y sucia en la cima de uno de esos cerros que visitan los turistas, y que yo visité, cerros llamados Otto o Catedral. Ahora finalmente había devenido en turista pero en París, es decir, había realizado el viaje deseado, la fantasía anhelante de la lectora de “Rayuela” que hace quince, veinte años - también en la época del viaje a Bariloche - yo, por supuesto, había sido. Estaba llevando al cabo al fin aquella idea postergada desde las clases rutinarias en la Alianza Francesa, a partir de la fascinación ante las imágenes de algunas películas elegidas, de aquellos programas por cable de la televisión de Québec, ante los innumerables relatos de viajes contados por tanta gente disímil - los detalles sensibles, previsibles o imbéciles de otros tantos turistas. Pensé en los sueños y en las pequeñas pesadillas diurnas a propósito del viaje, también en la fantasía secreta y jamás cumplida de poder viajar a París junto a Esteban. Cerré un momento los ojos para imaginar el perfil de su cara: la estación quedó vacía, el tiempo giró, llegué a entrever sólo sus pómulos. En los sueños, pensé además en algún momento de la marcha - lo pensé como en una revelación que nada tenía que ver con el instante de mi llegada a París, bajo esa lluvia particular que ya reconocía -, en los sueños no hay donde esconderse. Y también: las pesadillas vuelven con el día, emergen como el cadáver de un ahogado. Seguramente, en las pesadillas de mi vida también había estado esperándome París, como un animal en la selva, escondido y expectante como un ladrón, acechante, tenso, resguardado por la sombra (...)


Versión completa en:http://buscador.lavoz.com.ar/2004/1115/1346.pdf

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